En el bus para Tehuacán se viaja apretados.
Olor de cerdo y humo de marihuana mal refinada.
La sién rebota arrítmica contra el vidrio sucio
mientras que un gallo enjaulado,
determinado para al último combate,
observa todo alrededor con rápidos movimientos.
Las colinas se sobreponen a las distancias recorridas,
las carreteras a los valles y a los precipicios.
El conductor ríe grosero,
mostrando los pocos dientes que le quedan
trofeo de una experiencia hondureña,
indicando a la derecha el volcán, nuestra dirección.
Una niña india empieza a canturrear indiferente
un ritmo popular
y por costumbre o compasión, todos comienzan a seguirla
balanceándose como en un mismo sonido.
El autobús derrapa peligrosamente
junto a mis recuerdos,
a lo largo del abismo por el reciente adiós:
tus faldas sobrepuestas de colores,
Cartagena de Indias,
el movimiento de tus caderas mientras bailas la rueda,
Portobelo,
el ritmo del tiempo que se aduena de cada parte de ti
así como cuando te abandonas haciendo el amor
Chetumal,
los gemidos de tus labios y la sonrisa total por la vida.
San Isidro,
tu boca que me muerde y me absorbe el alma entera
que me arranca el placer,
mientras me agarro fuerte a tus nalgas hasta hacerte mal.
Una negra palenquera
junto al movimiento del transporte
me cae encima,
mientras sigue con infinita paciencia
la débil línea de los últimos perfiles andinos
y el disperso sueño Maya.
Miro afligido la única aguja que queda de mi reloj,
que continúa a marcar solo los minutos
y por entero saboreo mi inutilidad
de único sobreviviente al final de nuestro amor.
02 May